Resumen
- Crecimiento personal y psicología positiva
- Habilidades directivas
Autocontrol
por Kelly
McGonigal
Cómo funciona la voluntad, por qué es tan importante y qué podemos
hacer para mejorarla
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Introducción
La mayoría de la gente siente que
la fuerza de voluntad le falla: en un instante saben controlarse y al siguiente
se agobian y pierden el control. Según la Asociación Psicológica
Norteamericana, los estadounidenses citan la falta de voluntad como el mayor obstáculo
para alcanzar sus metas. Muchos de ellos se sienten culpables por defraudarse a
sí mismos y fallarles a los demás. Otros sienten estar a merced de sus
pensamientos, emociones y deseos, como si su vida estuviera dictada por sus
impulsos en lugar de por las decisiones que toman. Incluso al que hace gala del
mayor dominio de sí mismo le resulta agotador controlarse y se pregunta si es
necesario esforzarse tanto en la vida.
Este libro, escrito por la
prestigiosa psicóloga Kelly McGonigall, profesora de la Universidad de
Stanford, combina los hallazgos más recientes sobre el autocontrol procedentes
de la psicología, la economía, la neurociencia y la medicina para explicar cómo
podemos abandonar viejos hábitos y adoptar otros saludables, vencer la costumbre
de dejar las cosas para mañana, prestar atención a lo que hacemos y manejar el
estrés. Un libro práctico, riguroso y transformador, cuya lectura no se debe
dejar para mañana…
La gran
mentira del cerebro: por qué confundimos los deseos con la felicidad
En 1953, James Olds y Peter
Milner, dos jóvenes científicos de la Universidad McGill de Montreal,
intentaban entender la desconcertante conducta de una rata. Los científicos le
habían implantado un electrodo en el mesencéfalo y le daban descargas eléctricas
con él. Estaban intentando activar una región cerebral descubierta por otros
científicos que les producía a las ratas una respuesta de miedo. Según los
informes de científicos anteriores, las ratas de laboratorio odiaban tanto las
descargas que evitaban todo cuanto asociaban con el momento de la estimulación
cerebral. La rata de Olds y Milner, en cambio, volvía al rincón de la jaula
donde le habían dado la descarga. Es como si esperara ilusionada recibir otra.
¿Se habían equivocado los otros
científicos sobre los efectos de estimular esa región del mesencéfalo en las
ratas? ¿O les había tocado una rata masoquista? En realidad, Olds, que se había
formado como psicólogo social y no como neurocientífico, se había equivocado de
zona al implantar el electrodo. Habían descubierto por error una región del
cerebro que parecía generar un increíble placer cuando se estimulaba. Olds y
Milner llamaron a su descubrimiento el centro del placer del cerebro.
En cuanto Olds y Milner
descubrieron el centro del “placer” del cerebro de la rata, se pusieron a
trabajar para demostrar la euforia que sentía el roedor cuando le estimulaban
esta región cerebral. Primero la tuvieron en ayunas durante veinticuatro horas
y luego la colocaron en medio de un corto túnel con comida en ambos extremos.
Normalmente la rata, muerta de hambre, habría ido corriendo hasta un extremo
para comerse ávidamente el pienso. Pero si le daban una descarga antes de
llegar a la comida, se paraba en seco y se quedaba quieta. Prefería esperar
otra posible descarga antes que la recompensa garantizada de comida.
Incluso se torturaban a sí mismas
para llegar al lugar de la estimulación cerebral. Olds colocó las palancas en
los extremos opuestos de una rejilla electrificada y las modificó para que las
ratas solo recibieran una descarga cada vez de cada palanca. Los roedores iban
y venían por la rejilla hasta quemarse tanto las patas que no podían seguir.
Olds se convenció más si cabe, de que lo único que podía provocar esta conducta
era gozo.
Al poco tiempo, un psiquiatra
creyó que sería buena idea probar este experimento en seres humanos. Robert
Heath, de la Universidad Tulane, implantó electrodos en el cerebro de sus
pacientes y les dio un aparatito con el que podían estimularse el centro del
placer recién descubierto. Lo más asombroso es que los pacientes de Heath se
comportaron de una manera muy parecida a las ratas de Olds y Milner. Cuando les
permitieron estimularse con descargas eléctricas a su antojo, lo hicieron unas
40 veces por minuto. Al llevarles una bandeja con comida en el descanso, los
pacientes —que admitieron estar hambrientos—, no quisieron dejar de estimularse
para comer. De algún modo, estos resultados convencieron a Heath de que la
autoestimulación del cerebro era una técnica terapéutica viable para tratar una
gran variedad de trastornos mentales (¡como parecía gustarles tanto!), y
decidió que sería una buena idea dejar los electrodos en el cerebro de sus
pacientes y darles un pequeño autoestimulador portátil que llevarían colgado
del cinturón para que lo usaran siempre que quisiesen.
En este punto debemos considerar
el contexto de esta investigación. El conductismo era en aquella época el
paradigma científico imperante. Los conductistas creían que lo único que valía
la pena evaluar —en animales o humanos— era la conducta. ¿Y los
pensamientos? ¿Y los sentimientos? Sería una pérdida de tiempo. Si un
observador objetivo no podía verlos, no pertenecían a la ciencia, por lo tanto
no eran importantes. Quizá por esta razón los primeros informes de las
investigaciones de Heath carecen de cualquier información detallada de primera
mano sobre lo que sus pacientes sentían al estimularse. Heath, como Olds y
Milner, supuso que, como estos individuos se estaban autoestimulando
continuamente e ignorando la comida para darse descargas eléctricas, estaban
siendo “recompensados” con un extraordinario placer. Y es cierto que los
pacientes dijeron que las descargas eléctricas eran placenteras. Pero este
índice de autoestimulación casi constante, combinado con la ansiedad de pensar
que les podían cortar la corriente, sugería que no era una auténtica
satisfacción lo que sentían, sino otra cosa.
¿Y si las ratas de Olds y Milner
no se hubieran estado estimulando hasta desfallecer porque se sintiesen tan
bien que no quisieran parar? ¿Y si la región del cerebro que se estimulaban no
recompensase con un profundo placer, sino que hubiera estado simplemente prometiendo
la experiencia de placer? ¿Es posible que las ratas se hubieran estimulado
porque su cerebro les estuviera diciendo que, si presionaban la palanca una vez
más, algo maravilloso les iba a suceder?
Hoy sabemos que Olds y Milner no
habían descubierto el centro del placer, sino lo que los neurocientíficos
llaman ahora el sistema de recompensa. El área que estaban estimulando
formaba parte del sistema motivacional más primitivo del cerebro, aquel que
había evolucionado para empujarnos a la acción y al consumo. Por eso la primera
rata de Olds y Milner siguió rondando por el rincón de la jaula donde la habían
estimulado por primera vez, y las ratas estaban dispuestas a olvidarse de la
comida y electrocutarse las patas con tal de recibir otra descarga eléctrica.
Cada vez que se activaba la región, el cerebro de la rata le decía: “¡Hazlo de
nuevo! ¡Esta vez te sentirás de maravilla!”. Cada estimulación animaba a las
ratas a buscar más estimulación, pero la estimulación en sí misma nunca les
producía satisfacción.
Como podemos intuir, este sistema
no solo se puede activar con electrodos implantados en el cerebro. Nuestro
mundo está lleno de estímulos —desde los menús de restaurantes y los boletos de
lotería, hasta los anuncios televisivos— que pueden convertirnos en la versión
humana de la rata de Olds y Milner persiguiendo la felicidad prometida. Cuando
esto ocurre, el cerebro se obsesiona con “quiero”, y le cuesta mucho más decir
“no lo haré”.
La neurobiología del “quiero”. ¿Cómo nos impele a actuar el sistema de recompensa?
Cuando el cerebro reconoce una oportunidad de recompensa, secreta un neurotransmisor
llamado dopamina. La dopamina le dice al resto del cerebro en qué debe
fijarse y dónde debe poner nuestras codiciosas manitas. Pero un subidón de
dopamina no crea felicidad por sí misma; la sensación es más bien la de una
gran excitación. Nos sentimos alerta, despiertos y cautivados. Reconocemos la
posibilidad de sentirnos de maravilla y estamos dispuestos a esforzarnos para
lograrlo.
En los últimos años, los
neurocientíficos le han puesto muchos nombres al efecto producido por la
liberación de dopamina, como búsqueda, necesidad, ansias y deseo.
Pero lo que está claro es que no se trata de la experiencia de agrado,
satisfacción, placer o recompensa. Los estudios revelan que, aunque
a una rata se le destruya el sistema de dopamina del cerebro, sigue haciendo
una mueca de satisfacción cuando se le da azúcar. Lo que no hará es esforzarse
en conseguirlo. Disfruta de él, pero no lo desea antes de obtenerlo.
En 2001, Brian Knutson, un
neurocientífico de Stanford, publicó un experimento decisivo que demostraba el
papel de la dopamina al anticipar, en lugar de experimentar, una recompensa.
Sacó su método de un famoso estudio de psicología conductista: el
condicionamiento clásico de los perros de Ivan Pavlov. En 1927, Pavlov observó
que cuando hacía sonar una campanilla antes de darles de comer, los perros
salivaban en cuanto la oían, aunque no vieran aún la comida. Habían aprendido a
asociar el tintineo de la campanilla con la cena prometida. Knutson tuvo el
presentimiento de que el cerebro también saliva a su propia manera cuando
espera una recompensa y que, en esencia, esta respuesta del cerebro no es la
misma que cuando recibe la recompensa.
En su estudio, Knutson observó el
cerebro de los participantes en un escáner tras haberlos condicionado a esperar
la oportunidad de ganar dinero cuando viesen aparecer en la pantalla un símbolo
en concreto. Para ganar la recompensa del dinero, debían pulsar un botón. En
cuanto aparecía el símbolo, el centro del cerebro que libera dopamina se
activaba y los participantes pulsaban el botón para recibir la recompensa. Pero
una vez ganado el dinero, esta región del cerebro se desactivaba. El placer de
ganar se registraba en distintas regiones del cerebro. Knutson había demostrado
que la dopamina es para la acción y no para la felicidad. La promesa de
recompensa garantizaba que el individuo no se perdiera la recompensa al no
actuar. Lo que sentían cuando el sistema de recompensa se activaba no era
placer, sino anticipación.
Cualquier cosa que creamos que
nos va a hacer sentir bien, activa el sistema de recompensa: la imagen de una
comida tentadora, el aroma del café recién hecho, el signo de “–50 %” en el
aparador de una tienda, la sonrisa de una persona desconocida muy sexy, el
publirreportaje que promete hacerte rico. La oleada de dopamina te señala ese
nuevo objeto de deseo como algo vital para sobrevivir. Cuando la dopamina hace
que te llame la atención, la mente se obsesiona por conseguir o repetir
cualquier cosa que la haya activado. Es la trampa de la naturaleza para
asegurarse de que no vayas a morirte de hambre por no molestarte en coger ni
una baya, y de que la raza humana no se extinga porque seducir a una posible
pareja parezca darte demasiado trabajo. A la evolución no le importa lo más
mínimo nuestra felicidad, pero usa la promesa de alcanzarla para que sigamos
esforzándonos para mantenernos vivos. La promesa de la felicidad —y no la
experiencia directa de felicidad— es la estrategia del cerebro para que sigas
cazando, recolectando, trabajando y cortejando.
Naturalmente, como ocurre con
muchos de nuestros instintos primitivos, ahora nos encontramos en un entorno
muy distinto de aquel en el que el cerebro humano evolucionó. Por ejemplo, el
subidón de dopamina que sentimos siempre que vemos, olemos o saboreamos un
alimento rico en grasas y azúcares. La liberación de dopamina garantiza que
queramos atiborrarnos de comida hasta reventar. Sería un instinto muy
importante si viviéramos en un lugar donde la comida escaseara. Pero cuando
vivimos en un mundo donde la comida, además de estar al alcance de cualquiera,
está elaborada para maximizar nuestra respuesta de dopamina, ceder a cualquier
oleada de dopamina es una receta para la obesidad en lugar de la longevidad.
O considera los efectos de las
imágenes gráficas sexuales en nuestro sistema de recompensa. A lo largo de la
historia humana, durante muchos años no se pudo ver a ninguna persona desnuda
que estuviera posando seductoramente, a no ser que la oportunidad para copular
con ella fuera real. Por supuesto que si querías que tu ADN se mantuviera en la
reserva genética, debías estar al menos un poco motivado a actuar en este
escenario. Pero si avanzamos rápidamente varios miles de años, nos descubrimos
en un mundo donde la pornografía está siempre disponible en Internet y donde en
los anuncios y entretenimientos aparecen continuamente imágenes sexuales. El
instinto de perseguir cualquiera de estas “oportunidades” sexuales es lo que
hace que la gente acabe siendo adicta a páginas web aptas solo para adultos, y
víctima de campañas publicitarias que se valen del sexo para vendernos
cualquier cosa, desde desodorante hasta tejanos de marca.
Cuando a este primitivo sistema
de motivación le añadimos la gratificación instantánea de la tecnología
moderna, desembocamos en mecanismos liberadores de dopamina imposibles de
frenar. Como sabemos que quizá tengamos un mensaje de correo electrónico o que
en YouTube habrá un vídeo nuevo que nos hará partir de risa, seguimos dándole a
las teclas una y otra vez, pinchando en el siguiente enlace y consultando
nuestros aparatos electrónicos compulsivamente. Es como si los móviles, las
BlackBerrys y los portátiles tuvieran una línea directa con nuestro cerebro y
nos dieran constantemente dosis de dopamina. Hay muy pocas cosas con las que soñar,
fumar o inyectarse que sean tan adictivas para el cerebro como la tecnología.
Por eso somos esclavos de nuestros artilugios electrónicos y, por más que los
usemos, siempre volvemos a ellos en busca de más emociones. El tiempo que
pasamos navegando en Internet es una metáfora perfecta de la promesa de
recompensa: buscamos y buscamos. Y buscamos un poco más, haciendo clic con el
ratón como... bueno, como una rata enjaulada esperando otra “descarga”,
buscando la escurridiza recompensa que por fin nos satisfaga lo suficiente.
Los móviles, Internet y otros
medios de comunicación sociales han explotado accidentalmente nuestro sistema
de recompensa, pero los diseñadores de ordenadores y videojuegos lo manipulan a
propósito para que los jugadores se enganchen. La promesa de pasar al siguiente
nivel o de alcanzar la gran victoria en cualquier momento es lo que convierte a
los juegos en tan cautivadores. También es lo que hace que nos cueste dejarlos.
Tal vez la evidencia más
asombrosa del papel de la dopamina en las adicciones procede de los pacientes
que siguen un tratamiento para la enfermedad de Parkinson, un trastorno
neurodegenerativo muy común causado por la pérdida de las células cerebrales
que producen dopamina. Los principales síntomas reflejan el papel de la
dopamina al motivarnos a actuar: movimientos lentos o temblorosos, depresión y,
en algunos casos, una catatonia absoluta. El tratamiento más corriente para la
enfermedad es una combinación de dos fármacos: la L-dopa, que ayuda al cerebro
a producir dopamina, y un agonista dopaminérgico, que estimula a los receptores
de dopamina del cerebro a que imiten la acción de la dopamina. Cuando los
pacientes empiezan a tratarse con estos fármacos, su cerebro se inunda de mucha
más dopamina de la que disponía desde hacía mucho tiempo.
Aunque este tratamiento elimine
los principales síntomas de la enfermedad, también genera nuevos e inesperados
problemas.
Las publicaciones médicas están
llenas de estudios documentados sobre los efectos secundarios no buscados de
estos medicamentos. Como el de un hombre de 49 años que de pronto se descubrió
con lo que su mujer llamó “un excesivo deseo de sexo” que la obligó a llamar a
la policía para que la dejara en paz. Todos estos casos se resolvieron por
completo al retirarles a los pacientes el medicamento que aumentaba la
dopamina.
Si bien estos casos son extremos,
no se diferencian de lo que le ocurre a tu cerebro cuando te enganchas a algo
por la promesa de recompensa. El medicamento que los enfermos de Parkinson
tomaban exageraba el efecto natural que todas estas cosas (comida, sexo,
alcohol, el juego, trabajo) producen en el sistema de recompensa. Estos
placeres nos atraen pero, a menudo, a costa de nuestro propio bienestar. Cuando
la dopamina hace que nuestro cerebro se ponga a buscar una recompensa, sale
nuestra parte más arriesgada, impulsiva y descontrolada.
Y lo más importante es que,
aunque la recompensa nunca llegue, la promesa de alcanzarla —combinada con la
creciente sensación de ansiedad al pensar en perderla— es suficiente para
mantenernos enganchados. Si eres una rata de laboratorio, sigues presionando la
palanquita una y otra vez hasta desplomarte o morirte de hambre. Si eres un ser
humano, te deja en el mejor de los casos con la cartera más liviana y la
barriga más llena, y en el peor, cayendo en una espiral de obsesiones y
compulsiones.
Este es
tu cerebro lleno de dopamina: la creación del neuromarketing
Cuando una promesa de recompensa
te hace secretar dopamina, también te hace más vulnerable a cualquier otra
clase de tentación. Por ejemplo, al ver imágenes eróticas, los hombres tienden
a correr más riesgos financieros, y fantasear con que les toca la lotería lleva
a la gente a comer en exceso, dos maneras de soñar despierto en unas
recompensas inalcanzables que nos pueden meter en problemas. Un alto nivel de
dopamina hace que una recompensa inmediata nos atraiga más y que nos
preocupemos menos por las consecuencias a largo plazo.
¿Sabes quiénes lo han
descubierto? Quienes quieren tu dinero. Muchos aspectos del mundo de las ventas
están pensados para que siempre estés deseando más y más cosas, desde las
grandes compañías alimentarias que llenan las fórmulas de sus productos con la
combinación justa de azúcares, sal y grasas para que tus neuronas de dopamina
se vuelvan locas, hasta los anuncios de la lotería animándote a imaginar lo que
harías con un millón de dólares si ganaras el bote gigante.
Los supermercados tampoco son
tontos. Quieren hacerte comprar bajo los efectos de la mayor cantidad de
dopamina posible, por eso colocan los productos más tentadores en la entrada y
en el centro de la tienda. Los investigadores de mercadotecnia de la
Universidad de Stanford han demostrado que las muestras de comida y bebida
aumentan el deseo de los consumidores de comer y beber, y los hace entrar en un
estado de búsqueda de recompensa. ¿Por qué? Porque las muestras combinan dos de
las mayores promesas de recompensa: gratuito y comida. (Si la
persona que te ofrece las muestras es además atractiva, le puedes añadir una
tercera promesa, en cuyo caso te estarás metiendo en un serio problema). Si
pruebas el nuevo strudel de canela del supermercado, te descubrirás con
varios productos más en el carrito de los que querías comprar. Y aunque te
resistas a la tentación de las degustaciones de comida, tu cerebro —que está
enganchado a la dopamina— buscará algo con lo que satisfacer la promesa de
recompensa.
El sistema de recompensa del
cerebro también responde a la novedad y la variedad. Las neuronas de dopamina
acaban reaccionando menos a las recompensas conocidas, aunque nos gusten mucho.
No es una casualidad que tiendas como Starbucks y Jack in the Box ofrezcan
continuamente nuevas variaciones de sus productos habituales, y que las tiendas
de ropa vendan sus prendas básicas en colores nuevos.
También existen las triquiñuelas
de los precios para hacer que la parte primitiva de tu cerebro se precipite.
Cualquier cosa que te haga sentir que has pillado una ganga abrirá las
compuertas de la dopamina, desde los carteles que dicen “Compra 2 x 1” hasta
los que gritan “¡60 % de descuento!”. Los carteles de las tiendas de saldos con
precios “altísimos” junto al precio rebajado del artículo son especialmente
poderosos. Como Amazon.com ya sabe y explota sin piedad, tu cerebro calcula
rápidamente lo que se ahorrará y considera (ilógicamente) la diferencia como
dinero ganado. Si a esto le juntamos la falta de tiempo o la escasa información
(auténticas gangas que se acaban al mediodía, rebajas de un día, la inquietante
frase “hasta que se agoten las existencias”), estarás cazando y recolectando
como si hubieras encontrado la última migaja de comida en la sabana.
El mundo de las ventas también se
vale de los olores para producir deseo allí donde no lo hay. Un aroma apetitoso
es una de las formas más rápidas de activar la promesa de recompensa; y, en
cuanto las moléculas aromatizadas se posan en tus receptores olfativos, el
cerebro se pone a buscar de dónde vienen. La página web de Scent Air, líder en
el campo del marketing de los aromas, se jacta de atraer a los visitantes a una
heladería situada en la planta baja de un hotel con un sistema estratégicamente
ubicado que despide aromas, difunde la fragancia de galletas de azúcar en la
parte alta de las escaleras, y de cucuruchos de barquillo en la baja. Los
transeúntes creen oler el aroma de estos dulces caprichos. Pero en su lugar
están aspirando productos químicos concebidos para maximizar la descarga de las
neuronas de dopamina para que ellos —y su cartera— bajen directos por las
escaleras.
Por supuesto, la ciencia, además
de utilizarse para el beneficio económico, también puede usarse para una buena
causa y, para ser justos, el campo del marketing de los aromas ha hecho más
cosas por el mundo que vender helados y biquinis. En el departamento de
Resonancia Magnética de un hospital de Florida, se redujo el índice de
cancelaciones de citas médicas a última hora perfumando las salas de espera con
Aromas playeros de coco y Aromas marinos. Una pequeña promesa de
recompensa puede ser un poderoso antídoto para combatir la ansiedad y ayudar a
los pacientes a afrontar cosas que preferirían evitar. A otros sectores y a los
proveedores de servicios también les iría bien emplear una estrategia similar:
tal vez las consultas de los dentistas podrían oler a Caramelos de
Halloween, y los despachos de los asesores fiscales a Martini seco…
En cuanto les explico estos
trucos de ventas y de neuromarketing a mis estudiantes, les entran ganas de ir
a la caza de pruebas. Empiezan a ver que muchos de sus fracasos con la fuerza
de voluntad han sido favorecidos por los trucos de su entorno cotidiano que
fomentan la liberación de dopamina. A la semana siguiente vuelven con historias
de cómo sus tiendas favoritas los están manipulando, desde las velas
aromatizadas que arden en la tienda de artículos para el hogar, hasta las
tarjetas rasca y gana de descuentos que regalan en las tiendas del centro
comercial. Se dan cuenta de por qué una cadena de tiendas de ropa tiene
pósteres de modelos desnudas colgados en las paredes, y por qué los
subastadores abren la puja con precios irrisorios. En cuanto empiezas a fijarte
en esos detalles, es imposible no ver las numerosas trampas que te han tendido para
atraparte a ti, y atrapar tus neuronas de dopamina y tu dinero.
Los alumnos siempre me están
diciendo que estas observaciones les son de gran utilidad. Se divierten
descubriendo los trucos. También les ayuda a esclarecer algunos misterios de
las tiendas, como por qué algo que te parecía irresistible en ellas es tan
decepcionante cuando llegas a casa, lejos de la dopamina que te obnubiló la
mente. Un estudiante que asistía a una conferencia profesional en Las Vegas fue
capaz de no gastarse todo el dinero que llevaba al descubrir las estrategias de
los casinos para sobreestimular sus neuronas de dopamina con coristas
semidesnudas, buffets libres, luces y las sirenas de las máquinas
tragaperras que anunciaban a los cuatro vientos el dinero ganado.
Aunque vivamos en un mundo
diseñado para crearnos deseos, podemos —si prestamos atención— ver algunos de
sus trucos. Descubrirlos no eliminará todos tus deseos, pero al menos te dará
la oportunidad de aplicar tu poder del “no lo haré”.
Dale un
buen uso a la dopamina
Cuando hablo del neuromarketing
en clase, algunos estudiantes proponen siempre que se prohíban algunas clases
de anuncios y las veladas manipulaciones de los vendedores. Este impulso es
comprensible, pero resulta casi imposible llevarlo a la práctica. La gran
cantidad de restricciones que harían falta para crear un entorno “seguro”,
además de ser absurdas, no le gustaría a la mayoría de la gente. Queremos sentir
nuestros deseos y (para mejor o peor) nos gusta un mundo que los está
exponiendo siempre para que soñemos con ellos. Por eso a la gente le gusta
tanto ir a mirar escaparates, hojear revistas de artículos de lujo y dar una
vuelta por casas abiertas al público. Cuesta imaginar un mundo donde nuestras
neuronas de dopamina no estén siendo constantemente cortejadas. Y aunque
estuviéramos “protegidos” de lo que estimula la dopamina, lo más probable es
que entonces nos pusiéramos a buscar algo que estimulara nuestros deseos.
Como es muy poco probable que se
prohíba activar la promesa de recompensa, al menos podemos darle un buen uso a
este mecanismo. Podemos aprender la lección de los neuromercadotécnicos e
intentar “dopaminizar” las tareas que menos nos seducen. Una tarea engorrosa
puede ser más atractiva si le añadimos una recompensa. Y cuando las recompensas
de nuestras acciones se den en un futuro lejano, podremos intentar estrujar un
poco más de dopamina de nuestras neuronas fantaseando con el pago que al final
recibiremos (y no con el improbable dinero de los anuncios de la lotería).
Algunos economistas han propuesto
incluso dopaminizar las tareas “tediosas”, como ahorrar para la jubilación y
hacer la declaración de la renta a tiempo. Por ejemplo, imagínate una cuenta de
ahorros en la que tu dinero está protegido y puedes sacarlo siempre que quieras
pero, en lugar de garantizarte un interés, participas en sorteos en los que
puedes ganar grandes premios en metálico. A los que no tienen ni un dólar en el
banco y compran boletos de lotería, les entusiasmará mucho más ahorrar dinero
si cada vez que depositan una cantidad en la cuenta, pueden ganar 100 000
dólares.
Mis estudiantes “dopaminizan”
tareas que normalmente no consiguen realizar valiéndose de música, revistas de
moda y la televisión. Se llevan el temido papeleo a su café favorito y lo
terminan tomando una taza de chocolate caliente. Y en un gesto de lo más
creativo, compran un montón de tarjetas rasca y gana y las reparten por toda la
casa, cerca de los proyectos pospuestos. Otros visualizan el mejor resultado
posible de su duro trabajo para que las lejanas recompensas les parezcan más
reales. Si hay algo que has estado posponiendo porque no te gusta nada, ¿no te
podrías motivar asociándolo con algo que active tus neuronas de dopamina?
El lado oscuro de la dopamina. La dopamina puede motivarnos mucho e, incluso
cuando nos tienta a pedir un postre o a apurar al máximo la tarjeta de crédito,
cuesta calificar de malo este diminuto neurotransmisor. Pero la dopamina tiene
un lado oscuro que es fácil de ver si prestamos atención. Si nos paramos y
observamos qué es lo que ocurre en el cerebro y en el cuerpo cuando estamos en
ese estado de deseo, descubriremos que la promesa de recompensa puede ser tanto
estresante como deliciosa. El deseo no siempre nos hace sentir bien, a veces
nos hace sufrir. Porque la función principal de la dopamina no es hacernos
felices, sino perseguir la felicidad. No le importa presionarnos un
poco, aunque nos haga infelices en la búsqueda.
Para motivarte a buscar el objeto
de tu deseo, el sistema de recompensa se vale de dos armas: una zanahoria y un
palo. La primera, claro está, es la promesa de recompensa. Las neuronas que
liberan dopamina generan esta sensación hablándoles a las regiones del cerebro
que anticipan el placer y planifican la acción. Cuando estas regiones están
inundadas de dopamina, el resultado es el deseo: la zanahoria que hace correr
al caballo. Pero el sistema de recompensa tiene una segunda arma que funciona
más bien como el proverbial palo. Cuando tu centro de recompensa libera
dopamina, también envía un mensaje al centro del estrés del cerebro. En esta
región del cerebro, la dopamina activa la liberación de hormonas del estrés. El
resultado es que mientras esperas el objeto de tu deseo, te angustias. Empiezas
a sentir la necesidad de conseguir lo que quieres como una cuestión de vida o
muerte, como algo vital para sobrevivir.
Los investigadores han observado
esta experiencia contradictoria interior de deseo y estrés, en mujeres que
sienten el irresistible deseo de comer chocolate. Cuando ven imágenes de
chocolate, muestran una respuesta de sobresalto, un acto reflejo asociado con
la alarma y la excitación, como si descubrieran un depredador en medio de la
naturaleza. Cuando se les pregunta qué sentían, responden que placer y ansiedad
a la vez, junto con la sensación de no poder controlarse. Cuando nos
encontramos en un estado similar, atribuimos el placer a lo que ha
desencadenado la respuesta, y el estrés a no haberlo conseguido aún. No vemos
que el objeto de nuestro deseo nos está produciendo tanto el placer
anticipatorio como el estrés.
Confundimos la promesa de
recompensa con la felicidad. Cuando
Olds y Milner observaban a las ratas que se negaban a comer yendo y viniendo
por la rejilla electrificada, cometieron el mismo error que todos hacemos al
interpretar nuestra conducta motivada por la dopamina. Vemos nuestra intensa
fascinación, la constante búsqueda de lo que ansiamos y el deseo de esforzarnos
—incluso sufrir— por lo que queremos, como la prueba de que el objeto de
nuestro deseo nos hará felices. Nos descubrimos comprando la milésima
chocolatina, el electrodoméstico más novedoso, la nueva bebida. Buscamos una
nueva pareja, un trabajo mejor o las acciones que rindan más hasta quedar
reventados. Confundimos la experiencia de querer algo con una garantía de
felicidad. No es extraño que Olds y Milner, al contemplar aquellas ratas
dándose descargas eléctricas hasta desfallecer, supusieran que eran felices. A
los seres humanos nos resulta casi imposible distinguir la promesa de
recompensa de cualquier placer o premio deseado.
La promesa de recompensa es tan
poderosa que seguimos persiguiendo cosas que no nos hacen felices, y
consumiendo otras que nos causan más sufrimiento que satisfacción. Como la
búsqueda de recompensa es la meta principal de la dopamina, nunca nos dará la
señal de “¡Para ya!”, ni siquiera cuando la experiencia no esté a la altura de
lo que nos prometía.
Tal vez nos rasquemos la cabeza intrigados
preguntándonos cómo es posible, pero es algo a lo que pocos son inmunes.
Piensa, si no, en tu mayor reto de “no lo haré”. Lo más probable es que sea
algo que crees que te hace feliz, o que te hará feliz si recibes la suficiente
cantidad de ello. Pero si analizas detenidamente la experiencia y sus
consecuencias, a menudo ves que es lo contrario. En el mejor de los casos,
ceder a una tentación elimina la ansiedad producida por la promesa de
recompensa para que la desees más aún. Pero al final te quedas frustrado,
insatisfecho, decepcionado, avergonzado, cansado, enfermo o simplemente menos
feliz que antes. Existe la creciente evidencia de que cuando observamos
atentamente la experiencia que obtenemos de nuestras falsas recompensas, estas
dejan de cautivamos. Si obligas a tu cerebro a sopesar lo que espera de la
recompensa —felicidad, goce, satisfacción y la desaparición de la tristeza o el
estrés— con lo que de verdad experimenta, acabará siendo más realista en sus
expectativas.
La
importancia del deseo
Antes de que le pidas al médico
medicamentos inhibidores de la recaptación de dopamina, vale la pena contemplar
el lado positivo de la promesa de recompensa. Aunque nos metamos en problemas
cuando confundimos el deseo con la felicidad, la solución no está en eliminar
el deseo. Una vida sin deseos tal vez no exija tanto autocontrol, pero no vale
la pena vivirla.
Un adicto pierde sus deseos. Adam no era un hombre con demasiado autocontrol que
digamos. A los 33 años se tomaba cada día diez copas, una dosis de crack
de cocaína y a veces otra de éxtasis.
Pero todo esto cambió el día en
que lo llevaron en ambulancia de la fiesta donde estaba a la sala de urgencias,
por ingerir a toda prisa las drogas que llevaba encima para que no lo pillaran
con sustancias ilegales. La peligrosa combinación de sustancias casi le provocó
una letal caída de la tensión arterial y falta de oxígeno en el cerebro.
Aunque lo reanimaron y al final
le dieron de alta en la unidad de cuidados intensivos, la privación temporal de
oxígeno le provocó profundas consecuencias. Adam perdió el deseo de consumir
drogas y alcohol. Del consumo diario de drogas cayó en una abstinencia
absoluta, confirmada por las pruebas de detección de drogas efectuadas en los
seis meses siguientes. Este milagroso cambio no se debió a una revelación
espiritual ni a una súbita toma de conciencia por haber visto la muerte tan de
cerca: según Adam, simplemente no deseaba consumir las sustancias.
Tal vez parezca un cambio muy
positivo, pero la pérdida de deseo iba más allá de la cocaína y el alcohol.
Adam perdió el deseo y punto. No podía imaginar nada que le hiciera feliz. Su
energía física y su capacidad de concentración se esfumaron y se fue aislando
cada vez más de los demás. Sin la capacidad de sentir placer, perdió las
esperanzas y cayó en la espiral de una depresión grave.
¿Qué causó esa pérdida de deseo?
Los psiquiatras de la Universidad de Columbia que trataron a Adam descubrieron
la respuesta en los escanogramas de su cerebro. La falta de oxígeno sufrida
durante la sobredosis de drogas le lesionó el sistema de recompensa del
cerebro.
El caso de Adam, publicado en el American
Journal of Psychiatry, es extraordinario por el cambio espectacular de la
adicción a una pérdida absoluta del deseo. Pero hay muchos más casos de
pacientes que perdieron el deseo y la capacidad de esperar ser felices. Los
psicólogos llaman a este trastorno psicológico anhedonia, que significa
literalmente ‘sin placer’. Los aquejados de anhedonia describen la vida como
una serie de hábitos de los cuales no esperan ningún tipo de satisfacción.
Aunque coman, vayan de compras, lleven una vida social y tengan relaciones
sexuales, no esperan ilusionados el placer producido por estas actividades. Al
no poder experimentarlo, se desmotivan. Cuesta levantarse de la cama cuando no
se nos ocurre nada que nos haga sentirnos bien. Esta completa desconexión del
deseo destruye las esperanzas y, a muchos, las ganas de vivir.
Cuando el sistema de recompensa
no se activa, el resultado no es una profunda satisfacción, sino la apatía. Por
eso mismo, muchos pacientes con la enfermedad de Parkinson —en los que el
cerebro no produce suficiente dopamina— no están tranquilos, sino deprimidos.
De hecho, los neurocientíficos sospechan ahora que un sistema de recompensa
hipofuncionante contribuye a establecer la base biológica de la depresión.
Cuando los científicos han observado la actividad del cerebro de una persona
deprimida, han visto que el sistema de recompensa no se activa, ni siquiera al
presentarle una recompensa inmediata. Se aprecia una ligera actividad, pero no
la suficiente para crear la sensación de “lo quiero” y “estoy dispuesto a esforzarme
para conseguirlo”. Esta hipofunción es la que produce la pérdida de deseo y
motivación que muchas personas deprimidas sienten.
Conclusión
Si eres como la mayoría de mis
estudiantes, seguramente te preguntarás adónde nos lleva todo esto. La promesa de
recompensa no nos garantiza la felicidad, pero la falta de la promesa de
recompensa sí que garantiza la infelicidad. Si escuchamos a la promesa de
recompensa, cederemos a la tentación. Pero sin promesa de recompensa, estaremos
desmotivados.
Este dilema no se puede resolver
fácilmente. Está claro que necesitamos la promesa de recompensa para seguir
interesados e involucrados en la vida. Si tenemos suerte, nuestro sistema de
recompensa seguirá motivándonos a ello, pero espero que tampoco vaya en contra
de nosotros. Vivimos en un mundo de tecnología, anuncios y oportunidades a
todas horas para hacernos estar constantemente deseando cosas que pocas veces
nos satisfacen. Si queremos controlarnos, debemos distinguir las recompensas
reales que le dan sentido a nuestra vida, de las falsas que nos mantienen
distraídos y adictos. Aprender a hacer esta distinción es la mejor alternativa.
No siempre es fácil, pero nos costará un poco menos si entendemos lo que ocurre
en el cerebro. Si recordamos la rata de Olds y Milner presionando la
palanquita, encontraremos la suficiente lucidez en los momentos de tentación
para no creernos la gran mentira que nos cuenta nuestro cerebro.
Fin del
resumen
Biografía de la autora
Síntesis
Autocontrol
El autocontrol
depende de la voluntad, esa capacidad
humana y racional para decidir con libertad lo que se desea y lo que no. Y es justamente la falta de ella la que se
convierte en el mayor obstáculo para alcanzar sus metas. Muchas personas que no
logran sus metas, se sienten culpables por defraudarse a sí mismos y fallarles
a los demás. Otros sienten estar a merced de sus pensamientos, emociones y
deseos, como si su vida estuviera dictada por sus impulsos en lugar de por las
decisiones que toman. Incluso muchos de los que si alcanzan sus metas haciendo
gala de un gran dominio de sí mismos, muchas veces les resulta agotador
controlarse y a menudo se preguntan si es necesario esforzarse tanto en la
vida.
Este libro combina los hallazgos
más recientes sobre autocontrol en diversas disciplinas, para explicar cómo
funciona nuestro cerebro y cómo al entenderlo podemos abandonar viejos hábitos
y adoptar otros saludables, vencer la costumbre de dejar las cosas para mañana,
prestar atención a lo que hacemos y manejar el estrés.
La gran
mentira del cerebro
Por medio de diversos
experimentos tanto en ratas como en humanos, los científicos descubrieron que
tenemos una zona en el cerebro que activa lo que los neurocientíficos llaman el
sistema de recompensa. Esta área forma parte del sistema motivacional
más primitivo del cerebro (la parte irracional), aquella que había evolucionado
para empujarnos a la acción y al consumo. Esta zona del cerebro es tan
necesaria como la parte racional, pues es la que engendra todas nuestras
motivaciones, pero es también la culpable de todas nuestras adicciones, esta
parte irracional de nuestro cerebro se limita instintivamente a empujarnos a
buscar más estimulación (liberando dopamina) bajo la promesa de encontrar
felicidad (sin importarle realmente si hacerlo es benéfico o perjudicial para
nosotros) esa estimulación en sí misma no produce satisfacción, solo excitación
y deseo, pues es la parte racional del cerebro la que realmente nos permite
sentir placer o satisfacción. Además, la satisfacción no depende de hacer lo
que por impulso deseamos, sino de que hagamos lo que realmente deseemos.
Así pues, Kelly McGonigal nos
enseña e invita a diferenciar y reconocer cuando el cerebro nos miente, y así,
poder separar lo que realmente deseamos de los simples impulsos placenteros a
los que la parte irracional del cerebro nos tienta constantemente. Para que
luego, una vez hayamos reconocido el funcionamiento de nuestro cerebro podamos
defendernos por medio del autocontrol, ya sea fortaleciendo nuestra parte
racional (Por medio del desarrollo de hábitos adecuados de manera consistente,
el ejercicio y/o la meditación) o incluso manipulando nuestra parte irracional
como lo hacen los profesionales del marketing. En otras palabras, al entender
cómo funciona el cerebro podemos evadir las oleadas de dopamina usando nuestra
parte racional, o podemos utilizar técnicas para auto-provocarnos chorros de
dopamina y canalizarlos hacia las tareas adecuadas.
Dale un
buen uso a la dopamina
Cuando una promesa de recompensa
te hace secretar dopamina, también te hace más vulnerable a cualquier otra
clase de tentación, y sobre esto se fundamenta el marketing que absorbemos día
tras día, ellos nos proporcionan con técnicas de neuromarketing elementos que
ingresan por todos nuestros sentidos para incrementar nuestra dopamina con el
fin de hacernos más vulnerables ante las tentaciones que ellos proponen. Pero,
aunque vivamos en un mundo diseñado para crearnos deseos, al conocer nuestro
cerebro, podemos —si prestamos atención— ver algunos de sus trucos. Descubrirlos
no eliminará todos nuestros deseos, pero al menos nos dará la oportunidad de
aplicar nuestro poder del “no lo haré”. Además, podemos aprender la lección de
los neuromercadotécnicos e intentar “dopaminizar” las tareas que menos nos
seducen. Una tarea engorrosa puede ser más atractiva si le añadimos una
recompensa.
El deseo (dopamina liberada) no
siempre nos hace sentir bien, a veces nos hace sufrir. Porque la función
principal de la dopamina no es hacernos felices, sino perseguir la
felicidad. No le importa presionarnos, aunque nos haga infelices en la
búsqueda. Fuertes cantidades de dopamina también liberan hormonas de stress,
como resultado mientras esperas el objeto de tu deseo, te angustias, y empiezas a
sentir la necesidad de conseguir lo que quieres como una cuestión de vida o
muerte, como algo vital para sobrevivir.
La promesa de recompensa es tan
poderosa que seguimos persiguiendo cosas que no nos hacen felices, y
consumiendo otras que nos causan más sufrimiento que satisfacción. Como la búsqueda
de recompensa es la meta principal de la dopamina, nunca nos dará la señal de
“¡Para ya!”, ni siquiera cuando la experiencia no esté a la altura de lo que
nos prometía.
Existe la creciente evidencia de
que cuando observamos atentamente la experiencia que obtenemos de nuestras
falsas recompensas, estas dejan de cautivarnos. Si obligas a tu cerebro a
sopesar lo que espera de la recompensa —felicidad, goce, satisfacción y la
desaparición de la tristeza o el estrés— con lo que de verdad experimenta, acabará
siendo más realista en sus expectativas.
Conclusión
Si queremos controlarnos, debemos
distinguir las recompensas reales que le dan sentido a nuestra vida, de las
falsas que nos mantienen distraídos y adictos. Aprender a hacer esta distinción
es la mejor alternativa. No siempre es fácil, pero nos costará un poco menos si
entendemos lo que ocurre en el cerebro. Si recordamos la rata de Olds y Milner
presionando la palanquita, encontraremos la suficiente lucidez en los momentos
de tentación para no creernos la gran mentira que nos cuenta nuestro cerebro.
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